Apenas cae la tarde sobre la Praza do Obradoiro y la humedad juguetea con los tejados de pizarra, un perfume de madera ardida empieza a peinar las calles estrechas y, de repente, el concepto de chuletón a la brasa en Santiago de Compostela deja de ser un reclamo pintado con tiza para convertirse en una noticia caliente. La ciudad, que sabe de peregrinos, pasos y silencios, también entiende de brasas que crepitan con acento gallego, de parrilleros que, cuchillo en mano y ceja levantada, parecen capitanes de barcos guiando piezas de vaca vieja hacia buen puerto. En una esquina, el humo abraza; en la otra, el paso lento de quien ha olido algo serio. Hay crónicas que se escriben con palabras; esta se redacta con fuego controlado, grasa noble y un respeto casi monástico por la materia prima.
Para empezar, conviene mirar el mapa bovino del entorno. Aquí, la rubia gallega no es un mito de postal, sino un linaje que crece con pasto, paciencia y un savoir faire heredado. El corte fetiche llega con hueso vistoso, capa de grasa que dibuja mármoles y un grosor que no se negocia. Algunos restauradores apuestan por maduraciones en seco que redondean el sabor y concentran jugos; otros, por tiempos más cortos que privilegian frescura y perfume lácteo. La controversia, por supuesto, es parte del espectáculo: hay quien defiende el toque mineral que da una maduración larga y quien se declara fiel a la mordida pura de un animal bien criado. El comensal, usted, hace de jurado con cada bocado, y no hay veredicto que no salga con una sonrisa manchada de sal.
El carbón aquí no es asunto menor: el carballo manda, a veces se asoma el sarmiento de viña para dar una nota frutal y no falta quien tiente al eucalipto con prudencia quirúrgica. La parrilla se lee como un pentagrama: zonas de brasa viva para sellar, áreas de calor medio para templar el corazón del corte, alturas milimétricas que se mueven como un ascensor de barrio. El parrillero, que no suda: brilla. Levanta la pieza, la baja, escucha el chisporroteo como si fuera una rueda de prensa de última hora; hay datos en ese sonido, titulares en esa grasa que cae y besa el carbón, argumentos en esa costra que empieza a formarse. Luego llega la sal gruesa, que no suele comparecer antes del sellado, y cuando lo hace parece un editor exigente: realza, corrige, pero no tapa.
En paralelo, la cocina compostelana sabe envolver sin distraer. Los pimientos de Padrón, a veces con su ruleta rusa de picante, actúan como primos traviesos del protagonista. Los cachelos, honrados, se convierten en colchón tibio que recoge jugos con disciplina de periodista de guardia. El pan de maíz, con su miga húmeda y encanto rural, firma como notario el acta del festín. Si se quiere abrir un paréntesis, asoma un aceite verde con notas de hierba cortada; si se prefiere cerrar el círculo, un vino tinto de Mencía pone titulares frescos, fruta crujiente y acidez que limpia el paladar como un buen cierre de edición.
El servicio, por cierto, se cocina tanto como la carne. Hay salas que recomiendan punto y explican por qué, con una didáctica amable que se agradece cuando uno duda entre rojo valiente o rosado diplomático. Los platos calientes no son un capricho, son una decisión técnica: mantener la temperatura sin seguir cocinando, que la reposada sea breve y la mesa no enfríe las intenciones de la parrilla. Un buen corte no necesita discursos, pero una narrativa sincera sobre procedencia, maduración y tiempos convierte la mesa en una pequeña aula sin pizarras, donde no se dictan lecciones, se celebran certezas.
La meteorología compostelana, con su firma húmeda, multiplica el deseo. No es casual que, cuando arrecia la llovizna, las reservas suban: el cuerpo pide calor que cruje. En las barras se comentan perfiles: que si más alto de lomo, que si la cadera ofrece mordida más firme, que si el chuletón con hueso ancho deja recuerdos más profundos. Los técnicos de la carne—porque los hay—debaten grados y curvas de temperatura como si hablasen del derbi del domingo. La noticia de cada noche es si la brasa ha estado a la altura del rumor, y la competencia, sana y silenciosa, mantiene la ciudad en un estado de alerta gastronómica que cualquier redacción envidiaría.
Cuentan los parrilleros que el secreto no está en mover mucho la pieza, sino en saber cuándo no tocarla. El silencio también cocina. El primer volteo es como publicar: no hay vuelta atrás a ese sellado. Después vendrán gestos cortos, comprobaciones con la yema del dedo o con un termómetro que no engaña, y el reposo final que redistribuye jugos como una maqueta de ciudad que encuentra su tráfico perfecto. Hay quien corta en mesa, a la vista, para que el color cuente su propia crónica; otros prefieren trocear en cocina y enviar sobre hierro, para que el calor remate sin recocer. Dos estilos, un mismo objetivo: que la mordida sea una aparición, una fotografía jugosa que el paladar quiera archivar en la memoria a largo plazo.
Santiago tiene esa manía amable de convertir lo cotidiano en ceremonia. Comer carne aquí no es un trámite, es un acto público. A la mesa llega la conversación de siempre—fútbol, política ligera, el camino y sus piernas cansadas—pero la brasa marca el ritmo. Hay bares que sobreviven por el olfato: uno pasa por la puerta, el humo lo agarra como una noticia de última hora y de pronto ya está dentro, preguntando por el corte del día. También hay templos modernos que afinan con precisión de laboratorio y desmontan el estereotipo de que la carne solo entiende de bulto y fuerza. Entre ambos extremos, la ciudad ensaya, prueba, confirma: el músculo es cultura cuando se cocina con coherencia.
Quien busque espectáculo encontrará chispas que saltan como fotógrafos, huesos que se dejan roer con elegancia, gotas de grasa que encienden una segunda ronda de titulares sobre el carbón. Quien busque información, la tiene: fechas de sacrificio, origen, tiempo de maduración, peso exacto antes y después del hueso, argumentos a favor del reposo, razones en contra del exceso de adobos. Y quien venga con hambre, ese siempre gana, porque aquí el plato no se limita a llenar: se ocupa de contar una historia con principio ardiente, nudo jugoso y desenlace lento, sin moraleja, porque no hace falta.
Al final, cuando la mesa se despeja y queda el hueso como columna vertebral de una página ya leída, uno entiende que la ciudad y la brasa se han puesto de acuerdo para ofrecer un relato que no caduca. Hay noches en que la lluvia golpea y otras en que el cielo se abre, pero el rito permanece: madera, fuego, carne, paciencia y esa alegría discreta que se instala en las mejillas cuando la proteína conversa con el humo. No hace falta que nadie lo proclame con megáfono; basta con seguir el aroma por las rúas, tomar asiento, levantar la vista, y firmar con el primer bocado la crónica que su paladar estaba esperando.